lunes, 23 de junio de 2008

LA ANTROPOLOGÍA CINEMATOGRÁFICA


Eric Rohmer se lamenta de que actualmente, para mucha gente, sólo existe una cultura cinematográfica, “piensan sólo en el cine, y cuando hacen películas, hacen películas en las que hay seres que solamente existen en el cine.” (El gusto por la belleza. Paidós. Barcelona 2000, p.32). Una actitud que, en principio, parecería bastante lógica, pues el séptimo arte se limita a emocionarnos con historias entrañables o fantásticas. Y para cumplir esa función de fábrica de los sueños no se requiere nada más. Una opinión que también se puede verificar visitando algunas universidades o escuelas de cine, o charlando con algunos profesionales del pensamiento y de la gran pantalla. Parece como si el mundo de los intelectuales y el de los cineastas debiera discurrir en paralelo, sin llegar a encontrarse nunca.

Afortunadamente, muchos realizadores, como Rohmer, siguen pensando “que en el mundo hay otras cosas además del cine, y que el cine, por el contrario, se ha de alimentar de las cosas que tiene a su alrededor. El cine es incluso el arte que menos se puede alimentar de sí mismo. En las demás artes eso es seguramente menos peligroso.” Una advertencia que nos remite a lo que Julián Marías denominó la gran potencia educadora del cine. Esa capacidad de crear modelos, de formar (o deformar) la individualidad de los jóvenes, de crear una determinada interpretación del mundo o de justificar y legitimar ideas. Por todo eso, se puede considerar al cine como la principal fuente de formación antropológica y ética de nuestros días.

El poder formativo de los medios audiovisuales

Casi nadie pone en duda que el mundo de la imagen juega un papel fundamental en la formación de la personalidad de los más jóvenes, de las ideas que obtienen acerca de las demás personas, y del lugar que pueden ocupar en el mundo. En comparación con los métodos educativos tradicionales, y por su capacidad de recrear de manera verosímil mundos reales o virtuales, la pantalla consigue que los espectadores más vulnerables –niños y adolescentes–, y no sólo ellos, le otorguen una autoridad tanto sobre lo que la realidad es, como sobre lo que la realidad debería ser.

Esta situación queda reflejada con ironía en el filme Simone, dirigido por Andrew Niccol (guionista de filmes tan interesantes como El show de Truman y Gattaca, con la que debutó como director). En Simone cuenta las peripecias de un director, Viktor Taranski (Al Pacino), cansado de las dificultades para vender sus películas y harto de los caprichos de las actrices. Su vida adquiere otro color cuando decide trabajar con una actriz virtual. Se trata del programa SIMulationONE que le ofrece un amigo antes de morir.

El programa informático le lanza al éxito fulgurante, y Simone (Rachel Roberts) se convierte en una estrella que todos quieren entrevistar. Pero esta hermosa mujer se escurre como las anguilas. Ni siquiera los actores que trabajan con ella la conocen; “es muy celosa de su intimidad”, dice Taranski. Lo más sorprendente del asunto es que nadie duda de su existencia, a pesar de no haberla visto más que en una pantalla. Todos (productores, modelos con carné de actor, periodistas y público) aspiran a llenar su vida hueca con las declaraciones de la actriz, o a conseguir éxitos profesionales o dinero a su costa; pero nunca se plantearán si es real o no.

Este ingenioso filme constituye una sátira sobre el poder del cine y la televisión para crear realidad. En la sociedad audiovisual, la percepción de lo real es sustituida por la percepción pasiva de lo virtual previamente elaborado por otros.

La función socializadora del cine y la televisión universaliza y multiplica los contenidos narrativos y dramáticos, dando lugar a un imaginario colectivo similar sobre asuntos que no conocemos de primera mano. También crea estereotipos sociales y posibilita que en cualquier lugar del mundo, personas de culturas diversas, disfruten con los mismos relatos. El hecho de que una historia situada en un arrabal de Sevilla, como la película Solas, tenga éxito en países como Japón o Alemania es una muestra de ello.

Ya desde los inicios de la industria del cine, algunos directores y productores alertaron a la opinión pública sobre la grandeza y el riesgo de ese poder. “Es un pensamiento juicioso –afirma Cecil B. De Mille en su autobiografía– creer que las decisiones que tomamos en los despachos de Hollywood pueden llegar a afectar a las vidas de seres humanos en todo el mundo”. Y un productor creativo como David Puttnam (Carros de fuego, Local Hero, Los gritos del silencio o La Misión), nos recuerda que, “buenas o malas, las películas tienen un poder enorme: dan vueltas en el cerebro y se aprovechan de la oscuridad de la sala para formar o confirmar actitudes sociales. Pueden ayudar a crear una sociedad saludable, participativa, preocupada e inquisitiva; o por el contrario, una sociedad negativa, apática e ignorante”.

Un animal que cuenta historias


No cabe, pues, duda alguna sobre el poder formativo de los medios audiovisuales. Tal influencia viene facilitada por el hecho de que nuestra personalidad se constituye de modo narrativo. Con ello se pretende recordar que todos hemos aprendido en qué consiste ser un buen hijo o un buen hermano oyendo relatos.

Desde la noche de los tiempos, el ser humano ha contado historias, relatos, mitos. Con ellos pretendía llegar a conocerse mejor y transmitir sus creencias, valores, miedos y proyectos. Gracias a los cuentos asimilábamos qué significa ser persona y cómo debemos desenvolvernos en la vida. Las normas básicas del comportamiento se concretaban cuando oíamos historias y narraciones con moraleja.

Cuando crecimos la literatura cumplió esta función. Clásicos como El Quijote, Crimen y Castigo, La vida es sueño o Enrique V nos mostraban que la grandeza de la vida humana consiste en la capacidad de superación, y en la búsqueda de un significado para la existencia. Leyendo a Shakespeare, por ejemplo, podíamos aprender las consecuencias de los celos desmedidos (Otelo), la duda excesiva (Hamlet) o el afán de poder (Macbeth).

El séptimo arte, continuando esta antigua tradición, también pone de manifiesto el carácter narrativo de la persona humana. Algunos filósofos señalan que narrar no es un privilegio de literatos o cineastas. Nuestros sueños, imaginaciones, recuerdos, esperanzas y convicciones son narrativas. Cuando queremos darnos a conocer relatamos una historia, y cuando deseamos conocer a alguien le pedimos que nos cuente su vida. Partiendo de esta realidad, el novelista, el dramaturgo y el guionista elaboran sus creaciones. Pero en último término es la persona quien da sentido y unidad a las historias.

Gabriel Marcel cuando se encontraba ante un problema antropológico intentaba resolverlo escribiendo una obra de teatro. De este modo podía observar la lógica que rige los conflictos interpersonales. En ello estriba la importancia de la literatura en general, y del cine en particular, como fuente de conocimiento antropológico y ético. Al contemplar tragedias como Hamlet o El Padrino y dramas como Ana Karenina, Un tranvía llamado deseo o Solas, entendemos –como advierte Alfonso López Quintás– que sus desenlaces no obedecen únicamente al gusto popular por las emociones fuertes, más bien son consecuencia lógica de la libre actuación de los personajes.

A eso se refería Julián Marías al denominarle la gran potencia educadora de nuestros días. Y si queremos hacer antropología hoy, no podemos prescindir de la gran pantalla. Películas tan dispares como Matrix, Sentido y Sensibilidad, Toy Story, El Señor de los Anillos, Los Miserables, La vida es bella o Despertares son lecciones de antropología implícita, pues nos están exponiendo con imágenes qué es el ser humano.

Por eso el cine no se reduce a entretenimiento, una industria de la evasión o algo sencillamente emocionante y bonito. El espectador busca entretenimiento, pero también desea contenidos. Además, el crítico de cine y el cinéfilo aspiran a conjugar deleite y comprensión intelectual. Afirma el director alemán Wim Wenders que el cine “no ha sido creado para distraer del mundo, sino para referirse a él. ¿Cómo vivir? y ¿para qué vivir?, son preguntas que el cine ya no se atreve a hacer.”

Pero el cine muestra cómo la vida humana es relación, enlace de diversas tramas narrativas. De ahí surge el conflicto que mueve las historias. Pero se trata de conflictos humanos. Por eso se puede decir que una película es una visión condensada sobre la persona humana, un tratado de antropología implícita. Bajo la envoltura dramática de un guión, lo que se presenta ante el espectador, se esconde siempre el mundo de las personas. Partiendo de esa antropología implícita corresponde al pensador elaborar una antropología explícita que nos permita vislumbrar quiénes somos y sirva de base para la creación de personajes verosímiles (Cfr. MUÑOZ, J.J., Cine y misterio humano. Rialp, Madrid 2003). De ahí que filósofos como Julián Marías, hayan dedicado parte de sus esfuerzos a la comprensión racional del cine (Cfr. MARÍAS, J., La educación sentimental, Alianza, Madrid 1992).

Además, algunas películas como 2001, una odisea del espacio, Blade Runner, Matrix e Inteligencia Artificial afrontan esa constante vital que es la búsqueda de la identidad personal: ¿Qué es el hombre y quién soy? En definitiva, el cine de calidad nos acerca al misterio humano.

(SI TE INTERESA PROFUNDIZAR TE RECOMIENDO QUE SIGAS EN EL LIBRO Cine y misterio humano. Rialp, Madrid 2003.)

1 comentario:

j.julio dijo...

¡Mi enhorabuena por el blog tan extraordinario! Proporciona mucha información y, naturalmente, formación sobre cine.
El libro "Cine y misterio humano" lo compré hace meses, lo leí y me pareció apasionante.
Lo que más alegría me ha dado es encontrar en la Red a un autor como si trabajara a mi lado en un despacho. Esa cercanía debe proseguir.
Un cordial saludo desde la fila siete, en la oscuridad luminosa de la creación.
José Julio Perlado